lunes, enero 12, 2009

El verano fue.

Me gustaba salir por el centro de la ciudad aunque fuera tan solo para dejarme ver y tomar el aire. Todo el mundo sabe por qué motivos lo hace un adolescente, y por supuesto yo sabía por qué lo hacía, y me gustaba. Te duchas mientras escuchas la radio, como en las películas, eliges tu ropa, te vistes, coges todo lo que necesitas y ahí vas, a meter un poco de dinero que te dio tu madre en el banco. Si te encuentras con alguien de tu edad te harás el interesante: si has ido a la biblioteca remarcaras que lo hacías por placer y no por estudio, hoy en día hasta el peor estudiante se ha pasado un par de horas en la biblioteca. Todo forma parte de lo mismo, esa vida que todos los adolescentes ansían. Quieren ser conocidos, casi todos famosos, y por encima de todo quieren dinero, que representa éxito y que representa poder. Pero todo esto ya lo saben. Lo que yo quería también lo querían todos, ser el centro del mundo.

En la calle hacía calor, una camisa de lino y pantalones cortos me vendrían bien. Casual y elegante para mi edad, pensaba. Llaves, dinero, tarjeta de autobús, zapatillas…pongo la alarma y me marcho como si fuera un ejecutivo atareado e importante. Camino por la calle de mi urbanización, solo alguien de vez en cuando, el viejo edificio de la guardia civil parece que no desaparecerá jamás. Mis zapatillas, que nadie pasa por alto, rotas y muy sucias, levantan polvo al andar por el descampado, el viento atraviesas el lino y me refresca, mientras que el sol no deja que nadie este al descubierto mas de cinco minutos. Cruzo la calle. Una mujer y su hija. Llego a la fuente. Un inmigrante. El barrio en verano tenía un mejor aspecto, la acera seguía rota, la fuente era vieja y en el centro de la plaza solo había un olivo que era el único que resistía a duras penas el sol. El autobús esperaba, vacio, sin conductor. Me giro para ver si viene. Parece que ese olivo iba a entrar en combustión espontanea en el próximo segundo, pero siempre resistía uno más.
Un minuto y aparece un hombre gordo y acalorado, parece aburrido. No tiene mala altura, pero el colesterol lo va a matar, incluso antes de que salga ardiendo el olivo. Se acerca a mí, pasa al lado, que uniforme tan feo, empuja la segunda puerta de salida del autobús y entra, baja los dos escalones, se sienta, se acomoda y me abre. Subo al autobús, pongo mi tarjeta en el lector y la aparto medio segundo después: saldo 5,38. Entiendo porque un conductor tiene esa cara, no es por culpa de su mujer, ni de las notas de sus hijas. En ese momento es simplemente porque tiene que llevar a jóvenes que tienen la vida por delante y a otros a los que solo les interesa emborracharse los viernes.

El aire acondicionado esta a tope, después de tres minutos hace incluso frio y la luz que me da por la ventana es un caluroso alivio. No me disgustaba viajar en autobús, no conocía lo que era conducir, me sentía superior cuando pasaba al lado de un tío achicharrado en un paso de cebra. Además, así se mueven los jóvenes a diario, era algo permitido, no le llamaba la atención a nadie y era hasta normal.

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